La democracia se erige sobre pilares fundamentales: la legalidad, la separación de poderes y el respeto a las instituciones. Sin embargo, en la actual coyuntura política española, estos principios parecen estar siendo vulnerados, poniendo en jaque el estado de derecho y la convivencia que la Constitución de 1978 buscaba garantizar.
La Constitución Española prohíbe de manera expresa los indultos generales. Se trata de una precaución sabia y previsora, que busca evitar la impunidad frente a delitos que podrían minar la seguridad y la justicia. La amnistía, en este contexto, puede ser considerada como un indulto general elevado a la enésima potencia, pues no solo exime de responsabilidad, sino que además llega a eliminar la existencia del delito mismo. De esta forma, actos violentos como el de agredir a un policía hasta dejarlo inválido, quedan impunes y sin reproche.
Si la intención subyacente es otorgar una amnistía, el camino legal y legítimo sería proponer primero una modificación de la Constitución. Sin embargo, los proponentes de la amnistía parecen ser conscientes de que tal propuesta no prosperaría, dada su naturaleza controvertida y el impacto que tendría en la percepción de la justicia y la igualdad ante la ley. Ante esta realidad, la estrategia parece ser la de seguir adelante, burlando el espíritu constitucional y riéndose, en cierto modo, de la ciudadanía española.
La situación que se presenta es sumamente grave y no puede ser minimizada. Podríamos estar, metafóricamente, ante un golpe de estado silencioso. Se observa un asalto a las instituciones, a excepción de algunas como el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el Tribunal Supremo y la Corona. La separación de poderes, esencial en cualquier democracia, parece desdibujarse. Un autócrata se erige, controlando el Poder Legislativo a través de la presidenta, el letrado, la mesa, entre otros, y cercando al Poder Judicial mediante la fiscalía, el Tribunal Constitucional y la abogacía del Estado.
Esta propuesta de amnistía se siente como una bofetada directa a jueces, oposición, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, y a la propia Corona. Se erige como una demostración de poder de Pedro Sánchez y su reedición del Frente Popular, que buscan mandar un mensaje claro sobre quién ostenta el control en la nación.
Frente a este escenario, se hace imperativo enviar un mensaje igualmente claro y contundente. Un dirigente cuestionado por su tesis, acusado de vender la patria, de mentir y de actuar de forma desleal, no puede ser quien destruya la rica historia y la fortaleza de España. Los ciudadanos no están dispuestos a permitirlo y exigen respeto a la legalidad y a las instituciones.
El riesgo de permitir que tales acciones pasen sin consecuencias es enorme. La democracia, como valor y como sistema, no puede permitirse ser socavada. Los responsables deben rendir cuentas, y en este caso, es posible que veamos a Sánchez sentado en un banquillo, enfrentando las consecuencias de sus acciones. Es el deber de los españoles velar por su nación, sus leyes y su futuro.