El ecoalarmismo está de moda, aunque no es una novela reciente. La cuestión es si se trata de una epopeya heroica basada en hechos comprobables o una especie de mitología moderna. En el foco de la discusión se encuentra la creencia predominante de que vivimos los días más calurosos de la historia, alimentada por una oleada de informes sensacionalistas y discursos climáticos cada vez más apocalípticos. ¿Es verdaderamente tan abrasadora la realidad o estamos más bien ante un mirage causado por un sol políticamente interesado?
Si uno enciende el televisor o abre un periódico, se encontrará con la repetida afirmación de que el cambio climático nos ha llevado a un punto de no retorno. Sin embargo, esta retórica catastrofista carece de un respaldo científico robusto. Los datos sobre los que se basan estas afirmaciones son, en el mejor de los casos, engañosos y, en el peor, profundamente defectuosos.
Las voces críticas, en su intento de desmontar la histeria climática, han expuesto una serie de problemas clave. Como ejemplo, muchos apuntan a la falta de datos confiables, evidenciando la escasa solidez de las afirmaciones de que la temperatura media global de la semana pasada fue la más alta registrada en la historia. Los informes citaban una temperatura media global de 62,6º Fahrenheit, un dato basado en un reanalizador climático de la Universidad de Maine. Sin embargo, otras fuentes, como temperature.global, estimaban una temperatura bastante más moderada de 57,5º Fahrenheit.
El periodista Steve Milloy, en un artículo publicado en The Wall Street Journal, critica la misma noción de «temperatura media mundial», arguyendo que es más un concepto político que científico. Añade que la Tierra y su atmósfera son inmensamente diversas, y ningún lugar es «significativamente medio». Más aún, Milloy cuestiona la fiabilidad de los datos pre-satélite, que constituyen la base de muchos informes de temperatura.
La cuestión se complica aún más cuando consideramos el problema de los datos corruptos, un problema que Milloy resalta. Según él, el 96% de las estaciones de temperatura de Estados Unidos producen datos corruptos. Además, muchas de estas estaciones tienen un margen de error de hasta un grado Celsius, una inconsistencia alarmante para algo tan crítico como la medición climática.
También se plantea el interrogante de las zonas sin medir. A pesar de las referencias a una «temperatura global», la realidad es que una gran parte de la superficie terrestre no está siendo monitoreada. A esto se suma que la recolección de datos en lugares críticos como los polos comenzó mucho después de la fecha de inicio que muchas fuentes indican.
Las agencias oficiales, en sus momentos de honestidad, confiesan que el impacto de la crisis climática en la vida real de los ciudadanos y la economía es menos dramático de lo que se suele presentar. Un informe del Consejo de Asesores Económicos y la Oficina de Gestión y Presupuesto de la Casa Blanca concluyó que una subida atribuida al cambio climático de 2,2º Fahrenheit causó una caída de solo el 0,5% del PIB. Una cifra muy distinta a la calamidad económica que se nos pinta a menudo.
Por último, debemos considerar la manipulación de los datos históricos. El experto Tony Heller ha destacado que muchos de los récords de calor actuales fueron registrados antes de 1960. Heller demuestra que numerosos «récords» de calor recientes son simplemente productos de una alteración retrospectiva de los datos.
Por tanto, ¿no deberíamos cuestionar el discurso predominante del ecoalarmismo? En lugar de caer en la histeria, convendría que adoptásemos un enfoque más sobrio y crítico hacia la retórica del calentamiento global y demandásemos una ciencia climática más transparente y precisa.